Capitulo 7
"Dime que me quieres" Solo necesité eso. Acaba de despertarme en su habitación, como tantas mañanas desde hacía dos meses. El sol de un domingo a mediodía se filtraba entre las persianas obligándome a entrecerrar los ojos. Respondí, como de costumbre, con el silencio. Ella sonreía como la primera vez que nos vimos mientras clavaba sus ojos en mi cara desencajada y enrollaba el pelo de mi pecho en el índice de su mano izquierda. No era un bellezón, pero tampoco era fea. Había algo en su cara que oscilaba entre la tristeza y la alegría dependiendo del ángulo desde el que se la mirase. Desde el mío, en ese momento, solo se podía apreciar alegría. Cuando sonreía de esa manera sus dientes emergían con fuerza en un dulce contraste con su piel oscura. Todo en ella era dulzura. Sus gestos pausados y seguros, su voz suave y aterciopelada, su mirada inocente... incluso el tacto de sus grandes pechos era dulce. Me dejaba llevar. Ella envolvía mi cuerpo inerte con caricias y besos.
Pero tuvo que volver a pedirme lo mismo, por enésima vez. Yo había tenido una mala noche. Lo suficientemente mala como para no soportar exigencias. No me gustaba que me exigiesen mentir. Desde que la había conocido siempre le había dicho lo que quería oír, pero nunca le había dicho algo tan fundamental y sencillo como lo mínimo que se exige a alguien a quién has dado tu amor. No la quería, la necesitaba, pero no la quería. Era un mendigo de amor y ella me había alimentado con todo el suyo. Había sido como una bendición en un momento en que todas las salidas me quedaban vedadas.
Me incorporé en silencio sobre la cama. Ella, intrigada, se irguió silenciosamente a mi lado. Yo miraba hacía ese infinito que tantas veces en mi vida me lo había hecho perder todo y ella intentaba inútilmente llamar mi atención clavándome la mirada en la misma mejilla donde momentos después colocó su mano. Así permanecimos lo que para algunos es un minuto y para otros una eternidad; esos momentos perdidos en el limbo que carecen de las reglas temporales que rigen nuestras vidas. Finalmente aparté su mano y escudriñé el suelo buscando mis calzoncillos. Una vez localizados me alcé para alcanzarlos y vestirlos mientras ella, con los ojos vidriosos, hacía mil y una preguntas.
No recuerdo cual de ellas fue la que me hizo estallar. Creo que ni siquiera se trataba de una pregunta en concreto sino de un ruido chirriante que mi mente interpretaba insoportable. Empecé a explicarle lo que me pasaba, o al menos eso creía hasta que me dí cuenta de que simplemente le estaba chillando. No quería que las cosas fuesen así y mi forma de expresarlo fueron las lágrimas. Ella salió de la habitación dando un portazo tras de sí y yo permanecí en silencio, escuchando como me insultaba entre sollozos desde el baño, a solo una pared de distancia. Me gritó todo lo que merecía que me gritase y cuando calló lancé mi puño contra la pared, con todas mis fuerzas, impulsado por una fuerza que solo nace en nuestro estomago y que permanece caliente aún cuándo mil dardos de fría electricidad penetran en los nudillos, alargándose por el brazo, dirección al hombro, cebándose especialmente en aquellos organismos que segregan lágrimas y gritos. Nunca he sido demasiado fuerte así que el boquete de la pared de yeso no fue demasiado espectacular pero si lo suficiente ruidoso como para sólo alcanzar a oír ese sonido tan particular y desagradable que produce la nariz al absorber los mocos filtrarse por la pared.
Mis nudillos estaban ardiendo, casi tanto como mi estómago. No sangraban pero estaban rojos y producían un insoportable dolor cuándo intentaba forzar los dedos para intentar recoger el resto de mi ropa de el suelo de su habitación. Cuando tuve todo en mis brazos me dirigí hacia el salón y al dar dos pasos sentí como se adhería a mi pie algo pegajoso que acababa de pisar. Seguí el camino con aquello pegado al pie hasta llegar al sillón del salón, donde dejé todas mis cosas. Entré en el cuarto de baño y la vi sentada en el suelo, al lado del retrete, desnuda, con la cabeza escondida entre sus brazos. La cogí por los antebrazos haciendo ademán de levantarla pero ella se resistía. En aquel momento no disponía de demasiada paciencia así que tiré con fuerza hacia arriba a pesar del dolor en mi mano. Apenas alcancé a elevarla unos centímetros del suelo y su culo volvió a entrar en contacto con las frías marquesinas azules. Tiré otra vez, con más fuerza, tanta que al empotrarla contra la pared tuve que soltarle de un brazo.
Lloraba, su cara estaba desencajada. Nunca había podido ver esa expresión. Es una de esas expresiones que adapta la cara y que solo deja verse en ocasiones muy especiales. Igual que un orgasmo, esta era una ocasión especial. "Porqué me haces esto?" Repetía una y otra vez, dejando salir las palabras a través de una cortina de mocos y babas. Agarré su cabeza con mis manos y ella se puso histérica. Empezó a darme patadas, a arañarme y golpearme en el pecho, pero a pesar de no er demasiado fuerte, si que lo era más que ella. Acerqué mi cara a la suya y le dí un beso en la frente, luego la solté, me dí la vuelta y salí por donde había entrado.
Ella seguía de pié, desnuda, apoyado contra la pared del cuarto de baño, al principio permaneció en silencio y luego empezó a insultarme, cada vez con la voz más alta y aguda. El insulto que más repitió fue "hijo de puta". Cogí mis cosas y salí del apartamento, cerrando con cuidado la puerta detrás mío. Bajé por las escaleras hasta llegar al cuarto piso. No se oía un alma. Apoyé mis cosas en los escalones de mármol y empecé a vestirme. Ahí me dí cuenta de dos cosas, una es que me había dejado un calcetín y la otra es que llevaba pegado un condón en la planta del pie. Me puse la bota encima del pie desnudo, lancé el condón por el hueco de la escalera y seguí bajando hasta alcanzarlo.
No había nadie en la calle. Tal y como ocurre todos los años, en semana santa la gente huye de la ciudad, cosa que aproveché para disfrutar del sol y bajarme hasta el puerto. Me crucé con una fuente y aproveché para lavarme la cara y las manos. La mano derecha empezó a escocerme y me dí cuenta de que tenía un par de cortes a la altura de los nudillos. Nada espectacular, simplemente molesto.
Una vez llegado al puerto tuve que encontrar un banco lo suficientemente alejado de los dos ocupados por vagabundos ya que el olor a amoniaco no me dejaría seguir con mi propósito. Este no era otro que sacarme una bota y dejar que mi magullado pie descalzo tomase el aire y se recuperase de los roces del cuero y cerrar los ojos mientras el olor salado del mediterráneo penetraba en mis pulmones. Sólo mis gafas de sol me diferenciaban de los ahora cuatro vagabundos que dormían en los otros bancos.
No sé durante cuánto tiempo me sumí en los dominios de Morfeo ya que al despertar pude constatar que no llevaba reloj. Me lo había dejado en aquella hortera mesita de noche, al lado de un despertador con la cara de Marilyn Monroe que pertenecía al sujeto de mis sueños. Había soñado con ella, son su sonrisa, con sus lágrimas. Ella estaba desnuda, preciosa, apetecible, pero por encima de todo, estaba triste. Su tristeza borraba cualquier vestigio sexual de sus atributos. Lloraba en un plano incierto. Ni siquiera podía asegurar que se tratase de ella.
Me encendí un cigarrillo y dejé que mi mirada se perdiese en el horizonte. Había sido cruel, había sido despreciable; ella no merecía lo que le había pasado. Solo cometió un error: quererme. Cuándo vi que el cigarrillo estaba a punto de extinguirse alcé rápidamente el borde de mi camiseta y lo hundí en la carne de mi barriga. Apreté los dientes y me saltó una lágrima mientras retorcía la colilla y la hundía con toda la fuerza de la que era capaz mi mano izquierda y mi voluntad. Cuando empecé a sentir el olor a pelo quemado dejé de apretar y lancé a lo lejos, dirección al mar, los restos de mi herramienta. Esbocé una sonrisa al recordar la cara que puso ella cuándo vió las marcas que lucía bajo la camiseta. No pude evitar que esa sonrisa se convirtiese en una ruidosa carcajada. Me sentía muy bien, a pesar de que lo siguiente que hice fue llevarme a los dedos a los dientes y comprobar lo peligrosamente que bailaba uno de ellos en su prisión de carne. Todos estamos atrapados por la carne.
Lo único que pensé al levantarme fue que tenía ganas de darme una ducha.
0 comentarios